sábado, 2 de octubre de 2010

Palabra de Vida Octubre 2010

Palabra de Vida - Octubre 2010



«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 39)1.

Esta Palabra se encuentra ya en el Antiguo Testamento2.

Para responder a una pregunta, Jesús se incorpora a la gran tradición profética y rabínica que estaba buscando el principio unificador de la Torá, es decir, de la enseñanza de Dios contenida en la Biblia. El rabino Hillel, un contemporáneo suyo, había dicho: «No hagas a tu prójimo lo que a ti te es odioso; ésta es toda la ley. El resto es sólo explicación»3.

Para los maestros del judaísmo el amor al prójimo deriva del amor a Dios, que creó al hombre a su imagen y semejanza, por lo que no se puede amar a Dios sin amar a su criatura: éste es el verdadero motivo del amor al prójimo, y es «un gran principio general de la ley»4.

Jesús reafirma este principio y añade que el mandamiento de amar al prójimo es semejante al primer y principal mandamiento, es decir, el de amar a Dios con todo el corazón, la mente y el alma. Al afirmar que los dos mandamientos son semejantes, Jesús los une definitivamente, y así lo hará toda la tradición cristiana. Como dice lapidariamente el apóstol S. Juan: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve»5.

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Prójimo –lo dice claramente todo el Evangelio– es todo ser humano, hombre o mujer, amigo o enemigo, y se le debe respeto, consideración, estima. El amor al prójimo es universal y personal al mismo tiempo. Abarca a toda la humanidad y se concreta en el-que-está-a-tu-lado.

Pero ¿quién puede darnos un corazón tan grande? ¿Quién puede suscitar en nosotros una benevolencia capaz de hacer que sintamos cercanos –prójimos– incluso a los que nos son más ajenos, que nos haga superar el amor a nosotros mismos para vernos en los demás? Es un don de Dios; es más, es el mismo amor de Dios «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado»6.

No es, pues, un amor común, no es simple amistad, no es sólo filantropía, sino el amor derramado en nuestros corazones desde el bautismo, ese amor que es la vida de Dios mismo, de la Santísima Trinidad, del cual podemos participar.

El amor, pues, lo es todo, pero para poderlo vivir bien hay que conocer sus cualidades, que se desprenden del Evangelio y de la Escritura en general y que nos parece poder resumir en varios aspectos fundamentales.

En primer lugar, Jesús, que murió por todos, amando a todos, nos enseña que el verdadero amor va dirigido a todos. No como el amor que muchas veces tenemos, simplemente humano, que tiene un radio limitado: la familia, los amigos, los vecinos… El amor verdadero, el que quiere Jesús, no admite discriminaciones: no hace distinciones entre simpáticos o antipáticos; para él no hay guapos y feos, mayores y pequeños; para este amor no hay compatriotas y extranjeros, miembros de la misma Iglesia o fieles de otra religión. Este amor ama a todos. Y eso debemos hacer nosotros: amar a todos.

Además, el amor verdadero es el primero en amar, no espera a ser amado, como suele pasar con el amor humano: amamos a quien nos ama. No, el amor verdadero toma la iniciativa, como hizo el Padre cuando siendo nosotros pecadores –luego indignos de ser amados–, mandó al Hijo para salvarnos.

Por lo tanto, amar a todos y ser los primeros en amar.

Y además, el amor verdadero ve a Jesús en cada prójimo: «A mí me lo hiciste»7, nos dirá Jesús en el juicio final. Y esto es válido tanto para el bien que hacemos como para el mal, desgraciadamente.

El amor verdadero ama al amigo y también al enemigo: le hace el bien, reza por él.
Jesús también quiere que el amor que Él trajo a la tierra se vuelva recíproco: que el uno ame al otro y viceversa, hasta llegar a la unidad.

Todas estas cualidades del amor nos hacen comprender y vivir mejor la Palabra de vida de este mes.

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Sí, el amor verdadero ama al otro como a sí mismo. Y esto hay que tomarlo al pie de la letra: es necesario ver de verdad en el otro a otro yo y hacerle al otro lo que nos haríamos a nosotros mismos. El amor verdadero es el que sabe sufrir con quien sufre, gozar con quien goza, llevar la carga de los demás, el que, como dice S. Pablo, sabe hacerse uno con aquel a quien amamos. Es un amor, pues, no sólo de sentimiento o de palabra, sino de hechos concretos.

El que tiene otras creencias religiosas también trata de actuar así guiado por la llamada «regla de oro», que encontramos en todas las religiones, la cual requiere que hagamos a los demás lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Gandhi la explicó de un modo muy sencillo y eficaz: «No puedo hacerte daño sin herirme a mí»8.

Así pues, este mes debe ser una ocasión para reavivar el amor al prójimo, que tiene muchas caras: un vecino, una compañera de clase, un amigo, alguien de tu familia… Pero también tiene los rostros de esa humanidad angustiada que la televisión trae a nuestras casas desde donde hay guerra y catástrofes naturales. Antes no sabíamos ni que existían; nos quedaban muy lejos. Ahora se han convertido también en nuestros prójimos.

El amor nos dirá qué hacer en cada caso y ensanchará poco a poco nuestro corazón a la medida del de Jesús.

Chiara Lubich

1) Palabra de Vida, octubre 1999; publicada en Ciudad Nueva, nº 358.
2) Lv 19, 18.
3) Talmud de Babilonia, Shabat 31a.
4) Rabbi Akiba, cit. en Sifra, comentario rabínico a Lv 19, 18.
5) 1 Jn 4, 20.
6) Rm 5, 5.
7) Cf. Mt 25, 40.
8) Cf. WILHELM MUHS, Parole del cuore, Milán 1996, p. 82.